Una tarde, Cristóbal, después de discutir brevemente unos temas laborales con el peón, subió a su estudio que daba a través de sus ventanales hacia el parque de los robles. Se sienta y acomoda hasta hundirse en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado ante una posible intromisión no deseada, dejo que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Cristóbal se sumergió en las imágenes de la novela fácilmente, en breves minutos estaba borrando línea a línea su entorno y compenetrándose de lleno en la historia, sin dejar de sentir a su cabeza descansar cómodamente en el terciopelo de alto respaldo, que sus cigarrillos negros seguían al alcance de su mano, mientras que mas allá de los ventanales el viento del atardecer hacia danzar a los robles. Las imágenes de la novela ya adquirían color y movimiento.
En una cabaña junto al monte, protegida por un mundo de hojas secas y de senderos furtivos se producía el último encuentro de una pareja de amantes, primero entraba la mujer, mirando atrás y cuidando todos sus movimientos, luego llego el amante por otra puerta con una de sus mejillas lastimada por una rama. Luego de mirarse fijo unos instantes, se confundieron en un largo beso, el cual tapaba la sangre que provenía de su mejilla, aunque el rechazaba sus caricias y abrazos, no había venido a repetir las ceremonias de una pasión secreta. El sacó de sus ropajes una daga liberadora y ella la miró como sintiendo que todo estaba decidido desde siempre. Hasta las caricias que se dibujaban en el cuerpo del amante dibujaban la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado, coartadas, instrucciones y posibles errores. Este doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla, o para que otra mano acariciara una espalda. Empezaba a atardecer y sin mirarse ya, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella comenzó a seguir la senda que iba al norte, desde la senda opuesta el se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez resguardándose en los árboles y arbustos, hasta distinguir entre la bruma del crepúsculo la entrada que lo llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El peón no estaría a esa hora, y no estaba. Cruzo la entrada de la galería y entro. El seguía las sordas palabras de su amada: primero la sala azul, luego la roja, después una escalera alfombrada. En lo alto dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. El siguió a la puerta del salón, la abrió sigilosamente y entonces volvió a sacar su puñal de entre sus ropas, la luz de los ventanales no lo alcanzaban, detrás de un alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, se encontraba la cabeza de un hombre cómodamente sentado en el sillón, leyendo una novela. El amante no tarda en clavar en el pecho de este el puñal que sostenía con fuerza, luego de un movimiento rápido y preciso. Ve como el cuerpo ya sin vida reposa casi en la misma posición de cómo se encontraba minutos atrás. El amante retrocede un poco hacia la penumbra nuevamente y en ese momento oye unos pasos rápidos y entra a toda prisa la mujer. Sorprendida, lo ve junto al cuerpo del que era su esposo, camina lentamente hacia a el con lagrimas en sus ojos irritados y se funden en un abrazo final.
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